Este es un relato que escribí en el año 2009, con 19 años, y tenía ganas de compartirlo con vosotros. Aunque ahora mi estilo ha cambiado mucho, me sigue gustando cómo me quedó.

I

Dos cervezas y un helado de chocolate en una terraza. Mi hija estaba realmente preciosa. Con su vestidito de flores, sus dos coletas en ese pelo tan rizado y rubio. Cuando llegó el camarero ella misma se pidió su helado de chocolate. “¿Cómo se pide?” le corrigió mi mujer como buena madre que educa a su hija. “Por favor”, dijo la niña. El camarero sonrió al ver a una niña tan bien educada y tan bonita. Como debía ser.

Mi mujer estaba orgullosa de sí misma. Bebía su cerveza con tragos muy cortos, se limpiaba los labios con una servilleta cada vez que dejaba el vaso, y sus ojos se escapaban, como si ella no se diera cuenta, y miraban a su alrededor durante unos segundos cada cierto tiempo, como si estuviera constantemente pendiente de quién podía estar mirándola. Había cambiado tanto que ya no la reconocía. No por sus ya evidentes arrugas en la cara o su pelo de un color tan perfecto y artificial. Si no por su comportamiento, por su falta de naturalidad en cada uno de sus movimientos. Por que todo en ella era como se suponía que tenía que ser para no salirse de lo correcto.

Unos jóvenes bebían cerveza en la mesa de al lado. Hablaban y reían debajo de sus gafas de sol. Mi mujer los miraba de vez en cuando y les hubiera querido gritar para pedirles algo de modales, pero todo se contenía en ese movimiento tan rígido de su labio. Hablaban demasiado alto; uno de los chicos gesticulaba demasiado.  Mi hija les miraba con curiosidad. Una chica estaba sentada con los pies encima de la silla. Mi mujer trataba de aparentar que no le molestaban, pero yo sabía que estaba a punto de ponerse a chillar.

De pronto una de las chicas, con mechas rosas en el pelo, se levantó de un salto y se puso a bailar. Al principio no sabía por qué lo hacía, pero en ese instante escuché que una canción sonaba dentro del bar.

La canción me transportó literalmente a mis diecisiete años. Mediados de los ochenta. Calaveras y mechas de colores. Pelos cardados y guitarras eléctricas. Ojos negros y rosas rojas. Manos tapando tetas desnudas y labios muy pintados. Bolas de cristal, movidas y libertad. Palomitas.  El color rosa y el negro.

Y ahí en medio, como un sueño de esos que ya has olvidado, apareció ella, bailando. Movía sus brazos con unos movimientos casi robóticos, contoneaba la cadera y su cabeza flotaba entre humo de colores. Era mi novia de los diecisiete, Claudia. De ella recuerdo su olor a tabaco y que estaba loca.

Este recuerdo sólo dura unos segundos. En seguida volví de los ochenta y volvía a estar allí, en esa terraza, con mi mujer mirándome. Pero Claudia seguía en frente de nosotros, bailando la canción. Sabía que no era ella. Pero eran sus movimientos, su pelo, su vitalidad… me miró. Eran sus mismos ojos. Esa chica era la Claudia que tenía olvidada de hace más de veinte años que había viajado al futuro.

Esa noche soñé con la primera vez que Claudia me besó.

 

II

– ¿Qué te pasa?

– …

– Te noto raro.

– …

– ¿Estás bien?

– …

– Algo te pasa…

– …

– Cuando quieras me lo dices.

– …

– ¿Estás o no estás?

Al salir de casa cerré la puerta de un portazo. No podía parar de pensar en Claudia,  y en la chica que bailaba esa mañana en la terraza. Mi mujer me había notado extraño y había empezado con sus preguntas. Yo terminé gritando y saliendo de casa en plena noche. Por suerte la niña estaba durmiendo y no tuvo que ver nada.

Caminé durante más de una hora con pensamientos corriendo por mi cabeza como los flashbacks de una película. Volví a ver la primera vez que me presentaron a Claudia, la primera vez que me miró a los ojos, la primera vez que yo me atreví a mirarla a ella, la primera vez que bailamos, la primera vez que casi nos besamos (y la segunda), le primera vez que por fin nos besamos… Y un recuerdo me llegó tan nítido a la mente que casi me eché a llorar…

Recordé una piscina de noche. Mucho alcohol. Claudia y yo, verano del 86. Nos creíamos extraordinarios. Pero éramos más normales que el más normal.

Vivir la vida entonces era gritar, correr, cantar, bailar, saltar y desobedecer, esas cosas que de niño haces porque te sale así y no pasa nada, nadie te mira mal, y de adulto están totalmente prohibidas. Nosotros lo hacíamos plenamente conscientes, lo disfrutábamos y no íbamos a permitir que nadie nos lo prohibiera.

Yo fui el primero en caer en la piscina. Desnudo y borracho, todo cambió para mí cuando el agua embozó mis oídos, mi nariz y mi mundo. Podía flotar, no como fuera del agua. Nada me ataba al suelo, no hubiera salido nunca de allí, donde podía no ser una persona normal. Pero el aire me empezó a faltar. Ningún sueño dura siempre.

Mi cabeza rompió la superficie y el oxígeno me devolvió algo de normalidad. Veía borroso por el cloro, así que me froté los ojos con las manos y entonces noté que una cabeza se acercaba flotando hacia mí. Cuando me di cuenta de quién era, los gritos y ruidos de todos mis amigos, tirándose a la piscina, chapoteando y chillando, ocuparon un segundo plano en mi mente. Claudia y su sensual boca lo eran todo en ese instante. Se acercó poco a poco a mí y me besó. El alcohol y la sensualidad del momento me mareaban. Hubiera jurado que estaba en un sueño. Pero no era así, por suerte. Cuando se separó de mí me hubiera querido hundir en el agua otra vez y volver a ese mundo fuera de la normalidad junto a ella. Pero prefería seguir fuera del agua para poder verla con la claridad que la luz de la luna me permitía.

Volví a la realidad, caminando por la calle, y me sequé una lágrima que corría por mi mejilla derecha con el dorso de la mano.

 

 

III

– Una cerveza, por favor.

Me apoyé en la barra del bar y empecé a beber cerveza. Estaba rodeado de jóvenes, pero no quería saber nada de nadie, sólo de la cerveza. Sin embargo alcé la vista y ahí estaba ella, la chica de la terraza de esa mañana, y me estaba mirando. Se acercó, se apoyó en la barra al lado mío y se pidió lo mismo que yo.

– Me llamo Silvia.

– Armando.

– Un poco mayor para estar por aquí a estas horas, ¿no?

Con un dedo, la chica jugueteaba con un collar de perlas enormes que le daba dos vueltas al cuello mientras me hablaba.

– Tal vez…

– Lo normal sería que estuviese en su casa, con su mujer y sus hijos…

– Lo normal no es siempre lo que te apetece hacer.

– Estamos en un bar con música. Lo normal sería que bailásemos – dijo, y me agarró del brazo y me metió entre la gente.

Comenzó a bailar igual que bailaba Claudia en mis recuerdos. Agitaba la cabeza y dibujaba formas a su alrededor. Movía los brazos, la cadera… Nadie me podía engañar: era Claudia. Volví a verla en uno de esos flashbacks. Esta vez corría por la calle al amanecer. Yo la seguía, aunque no sabía por qué lo hacía. Ella gritaba y reía. La gente que se iba a trabajar nos miraba extrañada. “Esta juventud…”, decían. De pronto se paró en medio de un descampado y me abrazó. Me ceñía tan fuerte que parecía que no quisiera que me moviera de allí, que el tiempo no pasara, que nunca creciéramos, que nunca nos separáramos.

– Prométeme que nunca tendremos que ser personas normales.

– Nunca lo seremos…

– Júrame que siempre estaremos como ahora.

– … te lo juro.

“No puedo jurarte eso”, le debería haber dicho. De nuevo en el bar, Silvia bailaba agarrándome por la cintura. No era más que el resultado de una promesa que nunca tendría que haber hecho. No era más que un recuerdo frustrado. Pero la volvía a tener conmigo.

– Te quiero- le dije.

– Pero si me acabas de conocer- fingió estar escandalizada sin parar de bailar.

– Te conozco desde hace años. Y te quiero desde entonces.

Me dio un beso y siguió bailando.

IV

Salimos del bar cuando nacía el sol. Silvia no paraba de gritar, y se movía exageradamente al andar.

En la esquina de una calle, al lado de unos cubos de basura bañados por la brillante luz del sol, la besé. Ella me besó. La acaricié, y ella me acarició. La había echado tanto de menos que no quería perder ni un solo instante de tiempo a su lado.

– No dejes de tocarme nunca- me dijo-. Estemos siempre así.

Pero esta vez no me atreví a prometerle nada.

– ¡Corre Armando! ¡Podemos ir a la playa!

Aún no había mucho tráfico y Silvia corría por la calle. El sol naciente me daba en los ojos y apenas podía distinguir su figura entre luz, pero yo corría tras su voz.

– ¡Corre, corre!

Quería tener su vitalidad y seguirla hasta el infinito. Pero me cansé enseguida de correr. No podía seguir su velocidad, cada vez oía su voz más lejos…

Ya sólo era un eco cuando el ruido del frenazo de un coche lo silenció todo. Silenció el grito de Silvia, silenció su golpe contra el suelo y silenció mis pensamientos.

Me acerqué medio paralizado y me quedé allí, mirándola, rodeada de sangre.  Ningún sueño dura siempre. En la radio del coche sonaba Perlas ensangrentadas. Me di cuenta de que estaba llorando cuando caí de rodillas a su lado. Y no pude parar de llorar hasta que horas más tarde alguien pronunció las palabras: “Está muerta”.

Yo pensé: “Como Claudia”. Sólo que Silvia murió de verdad, en mis manos, y Claudia murió en el paso del tiempo, cuando creció y se convirtió en una persona normal.

V

Cuando llegué a casa era mediodía. Silvia se había ido, al igual que lo había hecho Claudia, y sabía que ninguna de las dos volvería. Me acerqué a mi mujer y le di un beso. Traté de verla como era antes. “Te quiero como te quería a los 17… Claudia”. No era cierto. Claudia había cambiado por completo. Cambió cuando se comprometió, se casó conmigo y adquirió responsabilidades. La Claudia que corría y gritaba ya no estaba, pero tampoco yo era el mismo Armando, habían pasado veinte años. Tenía cuarenta, no diecisiete.

Y ya iba siendo hora de acostumbrarse al cambio.

 

 

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