Nos conocimos un día de cierzo en que el sol brillaba y tu falda se volaba indecentemente. Sentados en el césped, cerca del Ebro, intenté dedicarte mi mejor sonrisa y tú, tu mirada más seductora, que se vio cruelmente boicoteada cuando un mosquito fue arrastrado hasta tu ojo. «Puto cierzo», dijiste mientras te lo sacaba con cuidado. «El cierzo nos hace cometer locuras», te dije yo mientras te humedecías los labios con la lengua. Y te di un beso tan apasionado que tu larga melena rojiza, atizada por el viento, envolvió nuestras cabezas y nos mantuvo así durante mucho tiempo.

Años después intentabas encenderte un cigarro frente a la fachada de una iglesia, aunque el cierzo te lo impidió y te empujó puertas adentro. «Sí quiero», me dijiste, un día de locuras.


 

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