Tus ojos me encontraron
en la última canción
no sé si era una promesa
o una premonición.

 

1.

La música se detiene, la gente aplaude y las luces se encienden. Doy un último trago a mi cerveza y te miro. Me miras. Hemos pasado casi dos horas de concierto juntos, a escasos centímetros a veces inexistentes, y eso es lo único que hemos intercambiado: miradas. Empieza a sonar la música de ambiente en el local, y la gente empieza a marcharse. Sonríes, y yo tiemblo. Necesito otra cerveza.

–  ¿Nos tomamos otra antes de irnos?

Te acerco tu botellín de cerveza, pero nuestros dedos no se rozan cuando la coges. Está claro que la vida no es como la poesía. Doy otro refrescante trago y me siento en un taburete al ver que tú has hecho lo mismo. Apoyo un brazo en la barra, no quiero hundirme cuando me dediques otra de tus sonrisas. En el bar suena I follow rivers, y yo estoy deseando que digas algo antes de que el silencio sea demasiado incómodo.

– ¿Te ha gustado el concierto?

Gracias.

– Ha estado genial – digo.

– La verdad es que Christina me han sorprendido mucho en directo… me ha transmitido mucho más que en el disco que me pasaste. Su voz es tan cálida y tan… tan…

– Sensual.

– Eso es – te ríes, y das un trago a tu cerveza-. Pero yo sigo prefiriendo a Nacho. Sus melodías son mucho más potentes y sus letras más directas.

– Christina es más íntima, más cercana… no sé, creo que por eso me gusta más.

– Aunque creo que la unión de ambos hace que saquen lo mejor de cada uno. ¿No te parece genial?

– ¿El qué?

– ¡Lo de Nacho Vegas y Christina Rosenvinge! Se conocen una noche, se enamoran, graban un disco juntos, se van de gira juntos… ¡Qué mejor forma de aprovechar una historia de amor que hacerlo convirtiéndola en arte!

– Desde luego… ojalá sigan sacando discos.

– Qué va, estos dos terminan la gira y se separan. Ya verás. Voy un momento al baño.

Te levantas y vas hacia una puerta del fondo. En el bar apenas queda gente. Veo que casi te has terminado tu cerveza, así que aprovecho que no estás para dar un par de tragos largos.

Vuelves del baño y te terminas la cerveza sin sentarte.

– ¿Nos vamos? – dices- He quedado en un rato en casa de una amiga…

– Claro, vamos.

Dejo el botellín de cerveza sin terminar sobre la barra y te sigo hacia la salida. En la calle sopla el cierzo, pero no hace frío, es una agradable noche de verano (si es que alguna vez el cierzo es agradable). El viento hace que tu camiseta se pegue perfectamente a tu cuerpo y lo dibuje con precisión, y yo me obligo a desviar la mirada. Miro el río, que corre frente a nosotros, y la basílica del Pilar, iluminada en la otra rivera.

– ¿Hacia dónde vas? – vuelvo a mirarte. El viento te revuelve el pelo y te hace achinar los ojos.

– ¿Eh?

– Que hacia dónde vas, tienes que coger un bus para ir a casa, ¿no?

– Ah, claro, sí. Voy hacia allí – señalo el puente.

– ¿Y a qué hora sale tu bus?

– Eh.. bueno, un poco más tarde.

– ¿Más tarde? – miras tu móvil- Si es casi la una…

– Bueno, es que no sale hasta por la mañana… a las seis.

– ¡Joder! ¿Y qué vas a hacer este rato?

– Nada, no te preocupes, daré un paseo hacia la parada y ya está.

– ¿Un paseo de cinco horas?

– Me gusta andar.

– No digas tonterías. ¿Por qué no te vienes conmigo? A mi amiga seguro que no le importa que vaya con alguien a su casa, habrá más gente. Es una especie de fiesta.

– No, de verdad, no me importa quedarme un rato solo.

– He dicho que no digas tonterías. Mira, ahí detrás hay un chino, podemos comprar un par de latas de cerveza y nos las tomamos de camino a casa de mi amiga. Venga.

 

2.

Llevas unos vaqueros ajustados y una camiseta que dibuja un cuerpo que no puedo dejar de mirar. Caminamos contra el cierzo, cruzando el puente de piedra, en silencio con nuestras latas de cerveza en la mano.

Te conocí a través de internet. Un día me topé con tu blog, con tus poesías, tus palabras, esas historias de besos, bares y cervezas, y de una habitación solitaria.  Y sentí que quería conocerte, que necesitaba conocerte.

En realidad no tenemos mucho en común. Tú eres más de música, yo soy más de literatura. Tú escribes poesía, yo relatos en prosa. Tú eres fuerte, yo soy débil. Tú publicas tus historias en un blog, yo las guardo en una libreta en el tercer cajón del armario de mi habitación. Tú amas la vida, yo nunca me he enamorado. Tu cantante favorito es Nacho Vegas, la mía es Christina Rosenvinge. Y gracias a la extraña unión de estos dos cantantes, esa extraña unión que dio algo absolutamente maravilloso, se ha llevado a cabo nuestra extraña unión. Tú podrías haber ido a decenas de conciertos de él, yo a decenas de conciertos de ella. Pero solo en un concierto de los dos juntos podríamos haber coincidido. Fuiste tú, claro, quien me propuso ir juntos, cuando leíste en mi twitter que no tenía a nadie con quién ir. Yo nunca me hubiera atrevido a proponértelo.

– ¿Qué poetas son los que más te gustan? – dices sin dejar de mirar al suelo, mientras el viento agita con descaro tu pelo.

– Cernuda, Salinas, Neruda, Machado…

Tú.

– ¿Y tú escribes poesía?

– Qué va… yo soy más de prosa – digo -. Me siento más cómodo, más natural.

– Vaya.

– Hace un tiempo lo intenté con la poesía, pero no me convenció. Prefiero leerla y disfrutar con ella.

– A mí es que la poesía me resulta terapéutica. Me ha ayudado muchas veces. Escribir todo lo que me pasa por la cabeza es como tener un amigo al que poder contarle absolutamente todo… no sé,  la poesía ya forma parte de mi vida. A veces me da la impresión de que las cosas que me pasan, lo que me pasa por la cabeza… nada es real hasta que lo convierto en poesía, hasta que lo escribo en cualquier sitio. ¡Si es que ya es una forma de vida! He escrito poesías en servilletas, en el móvil, durante exámenes… Sí, sí, no te rías. ¡Como te lo cuento! A veces voy caminando por la calle y siento los versos brotando de mi cabeza… pero literalmente, eh. Me veo como si estuviera dentro de un videoclip o algo así, y las letras, o sea, las palabras, van apareciendo a mi alrededor… ¡No te rías!

En realidad no me río, solo sonrío. Me haces sonreír. Sonrío por la pasión con la que hablas, por lo que me cuentas, por cómo eres. Sonrío porque no me puedo creer la suerte que he tenido de conocer a alguien como tú. Sonrío porque es imposible no hacerlo con una cerveza en la mano, porque el cierzo golpeándome en la cara me hace sentir que estoy vivo, porque las luces de las farolas no tienen nada que hacer contra las estrellas, porque estoy caminando a tu lado por Zaragoza.

Qué fácil es enamorarse de un poeta.

 

3.

En esta calle estrecha nos refugiamos un poco del viento. Te detienes frente a un portal y llamas al timbre. En el ascensor siento tus ojos clavados en mí, aunque cuando te miro yo apartas la mirada, como Jesse y Céline en Antes del amanecer, cuando entran en la cabina de audición de la tienda de discos.

El de tu amiga es claramente un piso de estudiantes. Los posters de grupos de rock en el pasillo y el olor a freidora lo atestiguan. En el salón hay unas siete personas sentadas en sillas y sofás. Incontables latas de cerveza, la mayoría vacías y estrujadas, por todas partes. Suena Frente a frente de Jeanette. Un chico tiene una guitarra en las manos, pero no toca nada en concreto, solo va probando acordes. Tu amiga nos ofrece sentarnos en dos sillas y nos trae dos latas de cerveza.

– En este piso no se escucha ninguna canción que haya aparecido pasada la década de los 90. Es una norma – me explicas en voz baja.

– Genial – me río.

– A veces se descubren cosas maravillosas, aunque parezca algo ya imposible.

– No creas. Hace poco escuché por primera vez Groenlandia, de Los Zombies, y se convirtió en una de mis canciones favoritas. Luego me enteré de que es una de las canciones más populares de la Movida.

– Tal vez la habías escuchado antes, pero no le habías prestado atención… igual no estabas preparado para esa canción antes.

El chico de la guitarra levanta una mano, indicando que paren la música. Va a tocar algo. Todo el mundo se queda en silencio.

– Este chico siempre sabe qué tocar – me dices -. Lo adoro, siempre me sorprende.

Empiezan a sonar unos acordes. Reconozco la canción al instante. La he escuchado cientos de veces, solo en mi habitación, por la noche, tirado en la cama. Sé, además, por tu blog, que es tu canción favorita. Por eso tal vez se ha convertido en una canción tan importante para mí: porque ya me resulta imposible leer tus poemas si esta canción no suena de fondo.

El chico empieza a cantar y los pelos de los brazos se me ponen de punta cuando veo cómo se te ilumina la cara…

Aunque tú no lo sepas
me he inventado tu nombre
me drogué con promesas
y he dormido en los coches.
 

El chico te guiña un ojo mientras canta. Ojalá a mí me sonrieras como le estás sonriendo a él ahora mismo. La canción sigue, nadie ha dicho ni una palabra desde que ha empezado a tocarla. Cierro los ojos y me sumerjo en la letra, en el ambiente, en la embriaguez que me está empezando a provocar la cerveza. La canción termina, pero la guitarra no deja de sonar.

Y entonces, tu voz.

Abro los ojos despacio, y te veo de pie al lado del chico de la guitarra. Él sigue tocando, mientras tú recitas una poesía de Luis García Montero. Tu voz es algo que podría estar escuchando toda la vida. O, al menos, toda esta noche.

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Termináis este pequeño espectáculo que has improvisado con tu amigo, y la gente hasta os aplaude mientras alguien vuelve a poner música de fondo. Pero no vuelves a mi lado, y entre todos estos desconocidos para mí, empiezo a volverme invisible. Realmente no me importa, casi siempre me siento invisible, y me gusta serlo. Me gusta mirar a los demás y que no se den cuenta de que estoy. Pero no me gusta que eso me pase contigo. Bueno, no es que no me guste, es que no lo soporto. Me pongo en pie y voy a la cocina a por una cerveza, esperando que así repares en mi presencia. Pero vuelvo a sentarme en el mismo sitio y tú continuas hablando con el chico de la guitarra. Me termino la cerveza sin darme cuenta, y sigues hablando con ese chico. A nadie más parece importarle, nadie más parece percatarse.

Recorro el pasillo en busca de un baño. Las paredes en movimiento hacen que me dé cuenta de que estoy más borracho de lo que esperaba. Abro una puerta y es la cocina. Abro otra puerta y es un armario. Abro otra puerta y veo una enorme cama. ¿Por qué no? Me tiro sobre ella y hundo la cabeza en la almohada.

Cierro los ojos  y a mis oídos viene la última canción del concierto al que hemos ido hace unas horas. Se llama Sábado. Es una canción que trata sobre una pérdida. Sobre lo imposible que es olvidar a alguien que has perdido.

Oigo la puerta del dormitorio abrirse, pero no muevo la cabeza. Ya sé quién es. Siento que alguien se tumba en la cama, a mi lado. Se acerca a mí y pone su mano sobre mi costado.

Son tus manos, son tus manos…

– ¿Por qué te escondes? – susurras.

– No me escondo. Me desvanezco poco a poco.

– Yo te siento muy real – pasas tu mano por mi brazo-. No te desvaneces, estás aquí.

– ¿Por qué me invitaste a ir a ese concierto?

– Porque quería ir contigo.

– ¿Por qué estás aquí?

– ¡Porque quiero estar contigo! Mira, no sé qué te estarás imaginando, pero me ha encantado conocerte y compartir ese concierto y esta noche contigo. No existe otra persona con la que hubiera preferido ir a ese concierto.

– Abrázame antes de que sienta que me desvanezco del todo.

– Claro.

Siento tus manos rodearme, y es igual que si hubieras puesto una manta sobre mí. En otras ocasiones me cuesta mucho dejar que la gente se acerque tanto a mí, que me toquen. Pero contigo es diferente. He leído tantas de tus poesías que siento que te conozco desde hace mucho tiempo.

– ¿Está ocurriendo ahora? – decido romper el silencio, pero solo un poco, con un susurro.

– ¿El qué?

– La poesía. Las palabras… ¿están surgiendo de tu cabeza? ¿hacen que esto sea real?

– Sí – sonríes; aunque no te miro, lo noto.

– ¿Y qué dicen?

Tu voz se convierte en un susurro apenas audible con el sonido de la música, las voces y las risas al fondo del pasillo. Ahora está sonando Heroes. Cierro los ojos.

– Que eres el chico que creía desvanecer, pero que solo necesitaba una mano que le agarrara para no caer de ese precipicio al que se aferraba sin muchas ganas. Que tus ojos son los únicos que saben leer estas palabras. Que las cervezas a tu lado me sientan mejor… o peor, todavía no lo he decidido. Que toda la noche has estado clavando tu mirada en mí, y te puedo asegurar que esos ojos dejan herida. Que si yo no te he mirado tanto es porque no quiero desgastarte ni un poco…

La puerta se abre de golpe.

– ¡¿Qué coño estáis haciendo en mi cama?!

 

4.

Salimos del piso de tu amiga y el cierzo, golpeándome en la cara, hace que me sienta mejor. No puedo evitar sonreír, porque estoy aquí, porque estoy contigo, porque estoy medio borracho. Ojalá esta noche fuera eterna. Pero queda una hora para que salga mi autobús, y tengo unos cuarenta minutos hasta la parada. Decides que me vas a acompañar, que no me piensas dejar solo.

Pienso en cuando, hace unos minutos, me abrazabas en la cama. Nunca me había sentido así con el abrazo de alguien, tal vez sea lo más parecido al amor que he sentido nunca.

– ¿Alguna vez te has enamorado? – me preguntas pillándome por sorpresa, como si hubieras estado leyéndome la mente.

– Creo que no.

– ¿Crees? Si lo hubieras estado lo sabrías.

Silencio.

– ¿Y tú?

– Yo sí – dices-. Pero nunca ha terminado bien. La gente suele… cansarse de mí cuando me ha conocido más profundamente. No sé, de alguna forma siento que al principio la gente se siente admirada conmigo por todo esto del blog, la poesía y tal… Pero cuando me conocen bien, cuando conocen mis defectos, todo eso da paso al aburrimiento.

Desde luego, a mí eso no me pasaría si saliera contigo…

– Yo creo que ya te conozco – digo-. Es decir, he leído tantos de tus poemas… Y todos tus defectos, esos de los que siempre hablas en ellos, son lo que más me gusta de ti.

Sonríes.

– ¿Te gusta que haga las cosas sin pensar? ¿Que hago lo que me viene en gana? ¿Que a veces parezca más egoísta de lo que soy? ¿Que las locuras sean mi lucha contra el aburrimiento? ¿Que el aliento siempre me huela a café y tabaco?

Suelto una carcajada. Me río por no contestarte que sí, que me gusta todo eso de ti. Excepto tal vez lo del aliento, eso tendríamos que solucionarlo.

Te observo mientras te pones un cigarrillo en los labios y lo enciendes. Me miras de reojo.

– Y tú, ¿qué? ¿Qué defectos tienes?

– No sé, nunca lo he pensado.

– Venga, haz un esfuerzo.

Nos metemos por una calle estrecha, apenas iluminada. Me llega el humo de tu cigarro.

– A veces me quedo callado – digo-. Sin más. A veces estoy ausente, pensando en mis cosas, y no me entero de lo que pasa alrededor. A veces me gusta estar solo. Caminar solo por la calle, encerrarme solo en mi habitación, ir al cine solo. Pienso mucho las cosas, pienso mucho sobre todo, y eso hace que, algunas veces, no me atreva a hacer algunas cosas. Si nunca he estado enamora es porque nunca me he sentido tan a gusto con una persona como para abrirme a ella. No me gusta el café… y nunca soy persona hasta que no llevo al menos cinco horas despierto.

– ¿Te sientes a gusto conmigo? – preguntas.

– Sí.

– ¿Es la cerveza la que ha hecho que te abras a mí?

– Claro.

Durante unos segundos no dices nada, mientras inhalas el humo de tu cigarro, disfrutándolo, y luego lo expulsas.

– Me gustan tus defectos.

Llegamos a la parada del autobús. Todavía faltan veinte minutos para que llegue, así que nos sentamos en una zona de césped que hay justo enfrente. Bueno, yo me siento, pero tú te tumbas y te estiras y disfrutas el tacto del césped en tus brazos, en tu cuello, en ese trozo de espalda que ha dejado al descubierto tu camiseta al levantarse un poco. Miro al cielo. Todavía es de noche. Podríamos hablar de las estrellas, pero parecería el diálogo de un par de adolescentes enamorados en una serie de televisión. Mejor estar callados. Sentir que ya no sopla tanto viento. Que la noche está terminando. Que el efecto de la cerveza se me está pasando. Que te miro de reojo, intentando grabar en mi memoria cada pliegue de tu ropa, cada centímetro de tu piel, cada pelo de ese flequillo que te cae sobre la cara, cada movimiento de tu pecho mientras respiras.

Pero eres tú quien decide romper todo eso, esa paz mental a la que había conseguido llegar. Te incorporas, acercando tu cara a pocos centímetros de la mía. Me clavas un beso, sonríes, y te quedas con una tranquilidad que me asombra, como si no hubieras escuchado el sonido de la explosión que acaba de tener lugar en mi estómago.

– Alguien tenía que lanzarse primero. Y tú no parecías estar por la labor – tus palabras me llegan con un eco, como si las gritaras desde muy lejos.- La poesía no se escribe sola.

Y vuelves a atacar mis labios con los tuyos, sin haberme dado tiempo a recuperarme, sin que todavía haya asimilado tus palabras. Y recorres cada milímetro de mi boca con tu lengua, como si ya la conocieras a la perfección y simplemente te pasearas por ahí.

Y el autobús llega y se detiene frente a nosotros. Te separas, nos levantamos. Estoy temblando. Me dices algo, pero no tengo ni idea de qué es. No sé qué decir. Me acerco al autobús, subo, y el conductor me mira con sorna mientras pago el billete, pero es que no puedo parar de sonreír.

 

5.

Te miro a través de la ventanilla del autobús. Estás de pie, con las manos en los bolsillos. El viento agita tu flequillo y parece que tienes frío. Está tan oscuro, y el cristal que nos separa tan sucio, que parece que estés en blanco y negro.

Me pongo unos auriculares, este es uno de esos momentos que necesitan música.

Ya te conozco. Eres de esas personas que destrozan el orden a su paso. De esas personas que traen quebraderos de cabeza sin darse cuenta. De esas personas que te dan la felicidad, pero te quitan la serenidad. De esas que te dan un beso cuando no lo esperas, si es que hay algún momento en que no esperas un beso suyo. De esas que te duermes y te abrazan, y te despiertas y ya no están, pero sabes que volverán.

¿Debería bajarme del autobús? No, joder. Me bajaría si esto fuera el final de un libro o de una película mala. Me bajaría si esto fuera un final. Pero esto no es ningún final.

Te miro y, sin más, te giras y comienzas a caminar, desapareciendo poco a poco. Eres rock sucio, cervezas calientes y miradas penetrantes. Y por primera vez entiendo a Bécquer, porque también eres poesía. Casi puedo ver los versos formándose alrededor de tu cabeza, haciéndose cada vez más pequeñitos, como tú.

Mientras tanto, Christina Rosenvinge y Nacho Vegas cantan… Que súbitamente un rayo nos fulmine a los dos…

 

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